Por Rogelio Alaniz
Tres presidencias le alcanzaron a la Generación del Ochenta para transformar a un país analfabeto en uno de los países más educados del planeta. La hazaña docente benefició en primer lugar a los sectores más modestos de la sociedad. Para 1870, los hijos de los ricos disponían de escuelas y universidades para estudiar; quienes estaban excluidos de esos beneficios eran los pobres. Por eso Avellaneda y Sarmiento, pero también Roca y Mitre, deberían ser considerados los gobernantes más progresistas de su tiempo, ya que gracias a su decisión política hicieron posible la formidable movilidad social que para 1910 colocó a la Argentina entre los diez países mas importantes del mundo.
Se dirá que al milagro lo hicieron las vacas y los cereales, que la educación fue apenas un epifenómeno de un modelo de crecimiento que nos concebía como colonia próspera del imperio inglés. Los que así piensan siguen sin prestar atención a lo más importante; obnubilados por sus anteojeras ideológicas, se resisten a entender que la proeza educativa no se hizo sólo con vacas y trigo, del mismo modo que hoy no la vamos a hacer sólo con soja.
Justamente, lo que transforma a la revolución educativa del Ochenta en un proceso digno de ser estudiado no es que fue una emanación de los intereses económicos o una demanda de las clases populares, sino que surgió como consecuencia de la iniciativa de una fracción de la clase dirigente.
Que nadie se llame a engaño: el populacho de entonces -como el de ahora- no estaba en la calle pidiendo educación gratuita y obligatoria para todos. Por el contrario, tal como lo advertía Alberdi, el problema de las clases populares criollas era su resignación, su quietismo, su aceptación pasiva de una realidad bárbara de la que ellos eran protagonistas y víctimas al mismo tiempo. Esa realidad depresiva la conoció mejor que nadie en nuestra provincia el gran Nicasio Oroño, el liberal avanzado que también se propuso hacer de la provincia una escuela y pagó un precio muy alto por su osadía.
Para cumplir con sus planes, Sarmiento y Oroño tuvieron que lidiar con burros, pero en este caso los burros no eran los pobres, los despojados del saber y la inteligencia, sino esa fracción de la elite propietaria y religiosa que se burlaba de sus proyectos, les negaba recursos y no se privaba de difamarlos con los adjetivos más duros e hirientes.
"Educar al soberano" y "hacer de toda la república una escuela" fueron las grandes consignas de un plan que expresó la más formidable estrategia de modernización y desarrollo que se haya conocido en la Argentina. Sarmiento sabía que un país grande se constituía con grandes cifras económicas, pero también con grandes proyectos de integración y participación pública.
El autor del "Facundo" no desdeñaba el aporte de la riqueza, pero para que ella no se evaporara como arena entre los dedos o para que no nos constituyera como un sultanato musulmán o una republiqueta bananera, esa riqueza material debía estar apuntalada por grandes instituciones civiles y políticas y una sociedad letrada.
Para que ello pudiera concretarse la gran palanca de cambio fue la educación, la educación para todos, para ricos y para pobres, para inmigrantes y para criollos, para creyentes y para ateos, una educación que era al mismo tiempo popular y exigente, con maestros y profesores respetables y respetados, una educación que se propuso formar ciudadanos, es decir, actores sociales y políticos conscientes de sus derechos y sus deberes.
Si a finales del siglo XIX esas metas eran prioritarias, ¿qué se puede decir del siglo XXI, con las formidables revoluciones científicas y tecnológicas que se produjeron y su influencia cada vez más directa en los modos de producción? No pretendo hacer de ventrílocuo de Sarmiento, pero el conocimiento de su obra me permite decir que contemplando el deplorable espectáculo de nuestro sistema educativo, el sanjuanino estaría desplegando su increíble energía creativa para convencer a dirigentes y dirigidos de que no podemos permitirnos perder un día más en materia educativa. Es que si seguimos por este plano inclinado, lo que nos aguarda es la desintegración social; y si en 1870 el mundo podía arreglárselas sin una Argentina atrasada y pastoril, en 2007 puede volver a prescindir de nuestros servicios, porque en las actuales condiciones -es bueno saberlo- la Argentina no le importa casi a nadie.
Sarmiento dijo en una de sus intervenciones más comentadas en el Parlamento: "Al pueblo hay que educarlo por razones humanistas, pero si no lo quieren hacer por esos motivos háganlo aunque más no sea por miedo...". ¿El miedo o la convicción alentarán a la actual clase dirigente a hacer lo que corresponde? A juzgar por los resultados, daría la impresión de que ninguno de estos dos móviles parecen movilizarla demasiado.
Si en otros tiempos una nación era grande por sus riquezas naturales o si a una persona se la valoraba por lo que tenía depositado en el banco, hoy una nación es grande por su riqueza educativa y una persona vale no por lo que tiene sino por lo que sabe. Esta verdad es tan concluyente que nadie la niega, pero al mismo tiempo, parecería que nadie está dispuesto a hacerse cargo de lo que se dice de la boca para afuera.
Los dirigentes hablan mucho, incluso demasiado, de los beneficios de la educación. En los hechos, los resultados están a la vista: los políticos miran para el otro lado y la platea popular parece estar más interesada en la sabiduría del Gran Hermano que en la sabiduría que nace de la disciplina, el estudio y la investigación.
No hay revolución educativa sin una clase dirigente decidida a promoverla. Las transformaciones de este nivel no se hacen espontáneamente, sino con ideas, con iniciativas, con hombres decididos a encararlas, a pelear contra viento y marea para que la Argentina camine por el siglo XXI con una sociedad más integrada, más justa y con más chances para participar en un mundo globalizado e impiadoso.
En un país rico pero injusto como la Argentina, la voluntad de poder debe ponerse al servicio de un proyecto educativo decidido en primer lugar a integrar a los excluidos, a darles herramientas a todos para que puedan desenvolverse en este mundo y en el que viene.
"Para los pobres lo mejor" decía una vieja consigna socialista. Hoy los populismos de moda, en nombre del pueblo, hacen exactamente lo opuesto: "Para los pobres lo peor", para los pobres las peores escuelas, los peores saberes, la peor música; para los pobres pan y circo, fútbol y cuartetazos. Por el contrario, un dirigente que se respete y que respete a los más débiles propondría los mejores maestros, los mejores programas educativos, las mejores computadoras y lo haría porque así se lo dictan sus convicciones, no las encuestas.
La educación integra y desarrolla. Es verdad que las universidades, por ejemplo, han sido espacio de movilidad social, pero esa movilidad social no es una chapa en la puerta o un título colgado en un living; hoy la movilidad social está ligada a la excelencia en el conocimiento, a los laboratorios, a los centros de investigación.
No todo lo que se está haciendo en materia de educación en la Argentina es malo. Nuestros recursos humanos siguen siendo excelentes; existen, a pesar de tanta decadencia, universidades con buen nivel, colegios secundarios en donde educarse sigue siendo un objetivo interesante, pero admitamos que lo más importante aún está por hacerse y admitamos que si no lo hacemos el destino que nos aguarda es la oscuridad y la barbarie.
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